Fieles

08/02/2010

En la vida vas encontrando muchos chaqueteros, profesionales de algo abominable: la conversión. Personas que un día fueron acérrimos ateos y al día siguiente ejercen, con discurso incluido, de creyentes. Individuos que se levantan votando al partido comunista y se acuestan pensando que los populares, quizás, le llenarán más y mejor la butxaca. Por poner dos ejemplos. Creo que la gente debería detenerse a pensar más de 5 segundos si es de derechas o de izquierdas (qué devaluados  están estos términos), si cree en Dios, si quiere la independencia de su nación, si es del Betis o del Sevilla. No son tonterías que haya que despachar en un santiamén, al menos en la etapa de la madurez.

No hace mucho tiempo topé por la calle con uno de esos compañeros de colegio con el que preferirías no cruzarte, por nada en especial y todo en general. El caso es que terminamos hablando de fútbol. Yo le recordaba del Barça pero se ve que ahora el tío desempeñaba las funciones de sufrido perico. Lo dejé allí y pensé que no había errado en mi juicio cuando estudiaba en ese centro. Aquel imbécil que compartía clases conmigo de joven continuaba siéndolo de “mayor”. No por la condición de perico, sino por la de converso. Siempre he asociado las metamorfosis con imbecilidad y estupidez soberana.

Y me dio por pensar en la fidelidad ciega y, a veces, existencialista que profeso a mi equipo, el Barça. Voy todos los días de partido al campo desde los 5 años. Así, puedo afirmar que conozco relativamente bien las patologías y complejos de la prensa, la afición y todo lo que rodea el club. Me he pasado tantas horas sentada en esa silla (pequeña, incómoda y cada vez más estrecha) que el análisis y estudio que he realizado del Barça es minucioso y detallista, pero, aún así, el club y su grandeza me sorprenden cada día. A veces insoportable, otras adorable. A veces me dan ganas de estrangularlo, otras de comérmelo a besos. Esto me pasa con el Barça. Si no es amor…

Estoy segura que si rememoro momentos de la infancia me vendrá a la cabeza una imagen inalterable. Imaginaría la escena de tantas tardes y noches, entrando en el campo con mi padre y hermano y con la ilusión impresa en la cara, colándome por la puerta de entrada (cuando eres pequeño te dejan hacer esto tan mal visto) y empapándome de un mundo diferente, llamémosle así. No obstante, desde los 18 años voy sola al campo. No pudimos mantener los dos carnés y mi padre me cedió amablemente su asiento y condición de antigüedad. Seguramente presintió que la añoranza se me hubiera hecho insoportable. Y él también está muy cómodo en el sofá viendo el partido por la tele, porque negarlo.

Pues ahí sigo, rodeada de mi otra familia, pasando mucho frío en invierno, sufriendo y disfrutando, agarrándome a la válvula de escape semanal. He reído y celebrado goles como una posesa, abrazándome siempre, siempre al señor Antoniu, que se sienta detrás de mí. He llorado derrotas amargas y he derramado lágrimas que parecían no tener fin y que eran consoladas, en vano, por los vecinos de asiento. Me he desesperado constatando la pasividad y aburguesamiento de la afición (siempre reactiva, nunca proactiva), y con el ensañamiento y crueldad que dispensa a alguno de sus jugadores, pero también he vibrado con las noches mágicas de Champions o en los partidos contra el Madrid, cuando parece que todos remamos juntos y ejercemos de afición (un poco más) ruidosa y alegre, cuando dejamos los complejos y victimismos a un lado y nos dedicamos a disfrutar. ¿Cómo me podría cambiar de equipo habiendo vivido esto?

He aprendido a amar y vivir el Barça a pesar de todo, con todas sus contradicciones y psicopatías existencialistas. Al fin y al cabo, uno se hace del equipo que quiere, y después te das cuenta que esto del fútbol es irreversible. La pasión por tu equipo es para siempre.