La nostalgia, soledad e incomunicación que refleja la pintura de Edward Hopper me hace sentir, paradójicamente, mejor. Habla, a través de sus perdurables cuadros, de sentimientos reconocibles, de realidades palpables, de melancolía, de gente perdida. Aunque pinte sobre lugares lejanos y sitios que todavía no he pisado, me reconozco en su estilo, entiendo lo que cuenta. “Nighthawks” es la imagen que ilustra la cabecera de este blog. Intuyo que por algo será. Quizás habla de mundos y perfiles demasiado cercanos a mí.

Y uno de los protagonistas que habitan este cuadro, solitarios, supervivientes, guardianes de la noche, bien podría ser el inolvidable Philip Marlowe, el héroe cotidiano que esculpió el sublime Raymond Chandler. La prosa de este clásico de la novela negra (el género que sacia gran parte de mis intereses literarios) es poética y cínica, veraz y sensible. Ocupa los altares de los libros que hablan de misterio, crimen, soledad, corrupción de los que se sientan en el siempre apetitoso trono del poder, bajos fondos, ambientes oscuros, largas noches, pérdidas, violencia, rebeldes del sistema. En este implacable y brutal entorno, Marlowe es un escéptico. Es un perdedor y pesimista honrado, un tipo duro que bebe y se ríe de su fatalismo, un ser mordaz y lúcido que vive en soledad, pero también es un hombre incansable e irrenunciablemente comprometido con su causa, poseedor de una inquebrantable moral, incluso cuando asevera que todo es triste, solitario y final…

La construcción de este personaje es un prodigio de sensibilidad. Junto a él, otros autores como Hammett, McDonald, Goodies, Ellroy, Doyle, Christie, Irish, Connolly o Winslow han inventado historias y personajes atemporales. Gente cercana insiste en que explore más a menudo terrenos alejados de la oscuridad del género de crímenes y detectives y me deje seducir por otros artistas de la sensibilidad, como por ejemplo Murakami, autor con mucho caché. Me leí “Tokio Blues” y no logré entrar en su rollo, me pareció un peñazo de dimensiones bíblicas. Por suerte, tengo toda una vida para leer y releer las aventuras y desventuras de mi amado Marlowe.

Opulencia

02/04/2010

El Edificio Clariana cierra el pueblo. A unos metros de él, divisas el letrero de Sant Feliu del Racó tachado, señal incuestionable de salida de cualquier lugar. Lo curioso del caso es que Sant Feliu, el nuestro, el menos conocido pero el más cojonudo de todos, tampoco es un pueblo. Es un núcleo agregado de Castellar del Vallès, o algo parecido, pero para mí siempre fue el poble, el sitio dónde pasaba tres meses de mi vida hasta que cumplí los suficientes años cómo para aborrecerlo. Quizás es demasiado pequeño e insulso.

Con cariño y un poco de cinismo, bautizamos el edificio como Can Clariana, a pesar que su estructura y fisonomía se parecen a una masía o casa rural como un huevo a una castaña. Es una construcción vieja de tres pisos que se asemeja al albergue de los obreros de una fábrica no muy lejana que andaba por ahí. Estábamos rodeados de campos y bosques ya que Sant Feliu está a los pies del macizo de Sant Llorenç del Munt y es uno de los puntos de enganche con la Mola, montaña bastante frecuentada los domingos. En el edificio vivían casi todos mis amigos y esto propiciaba escenas encantadoras y peliculeras. No llamábamos a la puerta para reclamar a alguien ya que bastaba con soltar un berrido para que el amigo en cuestión asomara la cabeza, teníamos un patio sólo para nosotros para pasear arriba y abajo con una bici, pasábamos todas las horas del día solos por el pueblo, libres, inventando juegos majaderos sin parar. No me quejo.

También dedicábamos formidables cantidades de nuestro infinito tiempo a lidiar con los niños pijos. Sant Feliu y su minúscula parte antigua tenía y tiene bosques y unas idílicas y fantasmales calles para recorrer incansablemente, una y otra vez, pero también disponía y dispone de una basta urbanización que se extiende en todas direcciones. Así que compartíamos espacio con ellos, con los otros, con los habitantes de aquellas casas con piscina y jardín, con fortunas de Sabadell, dueños de fábricas, familias Opus Dei, precursores de negocios suculentos, que también campaban por el pueblo y que hablaban un idioma distinto al nuestro. Ellos y ellas, que nos cuadruplicaban en número, iban con sus melenas lisas y largas, con pantalones y blusas impolutos, con vestiditos conjuntados con los clips de pelo, bambas caras. Ahora que lo pienso parecían un ejército de clones, sobretodo ellas. Nosotros, para no extenderme, éramos más destroyers. Las peleas eran continuas y en los bailes/competiciones de disfraces, el duelo alcanzaba el clímax. Ellos se disfrazaban de flores de un jardín, muy trabajadas y bien hechas, y nosotros hacíamos la parodia y caricatura de las noticias más comentadas del año (por ejemplo, nos disfrazábamos de Bill Clinton o Van Gaal con más o menos fortuna). Resultado: perdíamos año tras año, alimentando nuestra ira hasta límites legendarios. Pero todo era bastante impostado, en el fondo nos necesitábamos mutuamente para distraer nuestro pasajero y comprensible aburrimiento.

Últimamente pienso en esos días, tardes y noches que pasé en Sant Feliu. En lo poco que necesitábamos para sobrellevar las horas, para sobrevivir. Desprovistos de cualquier utensilio físico, éramos capaces de armar nuestra existencia de razonables momentos de diversión y amistad. Y entonces me viene a la cabeza el aquí y ahora, el divertimento material que anhelan nuestros adolescentes, la voracidad mayúscula e incansable de la sociedad, auspiciada por políticos, banqueros y salvajes depredadores que hacen y deshacen y que se frotan las manos al ver como la plebe, somnolienta, bendecimos sus caprichos. ¿Tanto necesitamos?

El sistema nos satura con mensajes de felicidad, cantidad, abundancia, opulencia. Intuyo que les conviene promocionar este juego para, así, cebar los bolsillos de los eternos privilegiados, los tiburones codiciosos y sedientos del “todavía más”. Para mantener, al fin y al cabo, el estado de las cosas. Total, si la cosa va mal, si el equilibrio se va a tomar por el culo, si el jueguecito estalla y dice basta, ya lo pagarán los de siempre.

Por suerte Sant Feliu está ahora casi igual que hace 10 y 20 años, cuando lo recorría con mi pelota de fútbol en la mano y unos pantalones cortos. Aburrido, pequeño, monótono. Así era aquel pueblo. A pesar de todo, recuerdo los veranos en esas cuatro calles como una vivencia memorable. Pero eso era entonces. Cuando me llevaba mejor con los días, cuando el asco era una sensación extraña y casi irreconocible, cuando poco era mucho, y no al revés.