El cine y la música, elementos imprescindibles para oxigenar el alma y el espíritu, se dan de la mano en el Festival Internacional de Cine Documental Musical de Barcelona, que alcanza este año su octava edición. Del 28 de octubre al 7 de noviembre varios cines de la capital catalana proyectarán películas dedicadas a bandas y solistas musicales de todos los orígenes y géneros. Conciertos en directo, piezas documentales experimentales con la música de telón de fondo, entrevistas y testimonios de los moradores del olimpo musical. Bienvenidos al Festival In-Edit.

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Medir el arte casi siempre resulta un absurdo. Me explico. Si me obligan a escoger la obra de un director de cine que me llevaría al fin del mundo, y aislando al maestro de todos los maestros, Billy Wilder (sería un insulto incluirlo en el juego), pronunciaría sin pestañear el nombre de ese hombre gordo y feo tan genial llamado Alfred Hitchcock. Sólo viendo “Vértigo” ya sabes porqué se trata del creador de formas visuales más potente que ha dado jamás el séptimo arte. Sabes que sus secuencias se van a quedar gravadas para siempre en tu vida. Desde que admiraste su cine, miras a los pájaros con recelo y pavor, y adviertes que las duchas pueden ser terroríficas y nada amistosas. Y todo por el genio y talento de ese inimitable contador de historias y sensaciones en imágenes.

Ese señor no recibió jamás el Oscar, el premio que teóricamente debe certificar tu importancia en el cine, en vida. Entenderán, pues, el respeto y la consideración que me despiertan los premios y galardones de este tipo. Además, sé que en los prestigiosos festivales de cine se reconocen algunas piezas artísticas infumables (siempre según mi visión de lo que busco en el arte, es decir, entretenimiento).

¿Y porqué escribo mi opinión en relación a los premios basándome en el caso de Hitchcock? Esta semana leo que han otorgado el premio Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa, considerado uno de los novelistas y ensayistas contemporáneos en lengua española más importantes. Para muchos debería haberlo recibido antes. En esto de los premios, siempre hay los que se suman al carro y ensalzan el arte del galardonado a partir de ese hito. Vargas Llosa, mucho antes del Nobel, ya era el autor de las maravillosas “La ciudad y los perros”, “La tía Julia y el escribidor” y “Pantaleón y las visitadoras”.

Si quiero leer a un autor, lo haré porqué tendré ganas, porqué alguien en quien confío me lo habrá recomendado, porqué las primeras páginas de una de sus obras me habrán atrapado sin remedio. Pero no lo haré nunca por el reconocimiento en forma de galardones que haya cosechado. Sería injusto. El arte no debe (ni puede) medirse con premios.

(Publicado en Granite and Rainbow, 16 de octubre de 2010)

La crisis económica y el periodismo digital han detonado las bases de la prensa tradicional. Mareados por los cambios que la transformación tecnológica inyecta a la información, a veces da la sensación que los periódicos no saben a lo que juegan. A medio camino entre la inmediatez y la reflexión, no logran ser ni una cosa ni la otra, y los anunciantes se percataron, ya hace días, del poder las redes sociales del mismo modo que los lectores descubrieron las ventajas de la gratuidad que ofrece el ciberespacio.

Así, atenazados por la necesidad de recortar costes y competir, en la medida de lo posible, con la televisión, radio e Internet en impacto y rapidez informativa, la prensa atraviesa momentos complicados. Y en el proceso perdió las esencias. Diseñados para diseccionar algo más que la costra de la sociedad y para ahondar en temáticas incómodas, poco visibles en otros formatos, los periódicos se han extraviado y ejercen, en la actualidad, el papel por el que no fueron escogidos. Mal asunto.

El camino sin salida en el que aparece atrapada la prensa tradicional, les ha llevado a sellar inesperadas amistades. El Gobierno y los grandes editores empezaron a negociar a principios de 2010 el paquete de ayudas al sector. Y en este contexto, sobresale un debate. En un sistema democrático, ¿deben los gobiernos subvencionar los medios de comunicación privados? La crisis ha evidenciado las necesidades económicas del sector de la prensa. Esto es innegable. Pero, ¿y la deontología profesional? Unos medios de comunicación libres e independientes garantizan la existencia de una sociedad bien informada, culta y educada.

¿Son, pues, las subvenciones una herramienta de control? Cierto es que la prensa, se ha ido olvidando, con los años, de ofrecer una información sin filtros. Los intereses comerciales a los que se deben, por un lado, y la ausencia de crítica hacia los gobernantes configuran una red de comunicación cómoda y silenciosa para empresas y partidos políticos. El análisis profundo y la capacidad para cuestionar el estado de las cosas han desaparecido y, en su lugar, se ha impuesto la llaneza informativa y el corporativismo.

En una sociedad saturada de información, dónde la actualidad informativa no cuesta un céntimo, la prensa se ha equivocado de cometido. No puede ni debe competir con los otros medios. Con un planteamiento erróneo en la base, pues, los consumidores han dejado de confiar en la fiabilidad y capacidad de análisis y reflexión que defendían ancestralmente los periódicos. Los lectores ya no pueden leer diarios. Sólo pueden aspirar a consumir un híbrido de imágenes, titulares impactantes y textos reducidos. La prensa ha fracasado en el objetivo que prometía.

Quizás la solución a los graves problemas no pasa por pedir ayuda a la administración cuando se entra en tiempo de descuento. Quizás la prensa todavía puede deshacer el camino hecho y volver a las raíces. Quizás, entonces, su reputación vuelve a subir, las ventas incrementan y no haya necesidad de llamar a la puerta del gobierno de turno. Ese día volverán a ser un poco más libres.

Los que no se van

04/10/2010

Inevitablemente, la infancia y la adolescencia se convierten en las etapas vitales en las que empezamos a enamorarnos de la música, el cine y la literatura. En ellas, vislumbras el inicio de tus amores eternos y adviertes las aventuras pasajeras que van a dejar escaso poso. Así, del mismo modo que, durante aquella época, descubrí a mi eterno león de Belfast, Van Morrison, también me encapriché fugazmente de algunos grupos o cantantes cuyos nombres ya ni recuerdo.

También fueron los tiempos en los que me enamoré de las películas provinentes del imperecedero talento de Woody Allen y en los que sentía simpatía por el progresivamente cargante cine de Almodóvar. Así funciona la cosa. Unos se quedan para siempre y otros desaparecen de los intocables altares.

La literatura fue introducida por los designios de mis profesores de lengua y literatura de la escuela. ¿Y qué recuerdo de ellas? Pues seguramente recordaría el profundo impacto que me causaron las leyendas de Bécquer o la prosa de Miguel Delibes, aunque con el tiempo me han ido gustando menos.

Pero si hurgara más detalladamente en mi memoria y afinara en mi pronóstico de recuerdos imborrables, me aparecería el rostro del desolado e ingenioso hidalgo de la Mancha. El Quijote era temido por cualquier alumno. Su voluminosa apariencia atemorizaba, incluso, a los más concienciados lectores. ¡Qué prejuicio más equivocado! Vibré como nunca con ese libro entre mis manos. Miguel de Cervantes desmitificaba la tradición caballeresca y ofrecía un relato lleno de humor, realismo y parodia que te engancha desde el principio y no te suelta hasta el final. El día que acabé de leerlo, me entristeció. Todavía no sabía que los recuerdos, a veces, son el único tesoro que sobrevive al paso del tiempo. Y Cervantes y el Quijote son, desde entonces, mis compañeros de viaje. De aquellos que no desaparecen de los intocables altares.

(Publicado en Granite and Rainbow, 2 de octubre de 2010)