Los que no se van

04/10/2010

Inevitablemente, la infancia y la adolescencia se convierten en las etapas vitales en las que empezamos a enamorarnos de la música, el cine y la literatura. En ellas, vislumbras el inicio de tus amores eternos y adviertes las aventuras pasajeras que van a dejar escaso poso. Así, del mismo modo que, durante aquella época, descubrí a mi eterno león de Belfast, Van Morrison, también me encapriché fugazmente de algunos grupos o cantantes cuyos nombres ya ni recuerdo.

También fueron los tiempos en los que me enamoré de las películas provinentes del imperecedero talento de Woody Allen y en los que sentía simpatía por el progresivamente cargante cine de Almodóvar. Así funciona la cosa. Unos se quedan para siempre y otros desaparecen de los intocables altares.

La literatura fue introducida por los designios de mis profesores de lengua y literatura de la escuela. ¿Y qué recuerdo de ellas? Pues seguramente recordaría el profundo impacto que me causaron las leyendas de Bécquer o la prosa de Miguel Delibes, aunque con el tiempo me han ido gustando menos.

Pero si hurgara más detalladamente en mi memoria y afinara en mi pronóstico de recuerdos imborrables, me aparecería el rostro del desolado e ingenioso hidalgo de la Mancha. El Quijote era temido por cualquier alumno. Su voluminosa apariencia atemorizaba, incluso, a los más concienciados lectores. ¡Qué prejuicio más equivocado! Vibré como nunca con ese libro entre mis manos. Miguel de Cervantes desmitificaba la tradición caballeresca y ofrecía un relato lleno de humor, realismo y parodia que te engancha desde el principio y no te suelta hasta el final. El día que acabé de leerlo, me entristeció. Todavía no sabía que los recuerdos, a veces, son el único tesoro que sobrevive al paso del tiempo. Y Cervantes y el Quijote son, desde entonces, mis compañeros de viaje. De aquellos que no desaparecen de los intocables altares.

(Publicado en Granite and Rainbow, 2 de octubre de 2010)

En una sociedad catalana poco acostumbrada a los escándalos de corrupción, el caso Pretoria dejó al descubierto los entresijos de una realidad que empezó a asomar la cabeza con la revelación de la trama Millet. La corrupción no es algo ajeno en la modélica casa catalana. Garzón así lo demostró cuando empezó a tirar de la manta un 27 de octubre de 2009.

Ver texto completo

Hay tramas y tramas. Si una trama ocupa las portadas de los rotativos durante más de un año ininterrumpidamente, es debido detenerse en ella más de lo habitual. El caso Millet es un ejemplo y, aún hoy, sigue arrojando constantes retazos de actualidad.

Ver texto completo

La Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña abrió en 2008 una investigación por una posible adjudicación de 1.583 informes elaborados por la Generalitat a ex altos cargos en 2007. El caso quedó cerrado para la Fiscalía en junio de 2009. Repasemos el proceso.

Ver texto completo

Pàmies y Stendhal

24/09/2010

La certidumbre colectiva que la felicidad es el objetivo de nuestras vidas lleva, casi siempre e inevitablemente, al fracaso emocional. Cuando reparas que aquello que llamamos felicidad es la excepción y no la norma, y que tiene más que ver con lo efímero que con la perpetuidad, puedes empezar a entender el porqué de muchas frustraciones y, de paso, a vivir con más tranquilidad y menos exigencias personales.

Las grandes aventuras y las emociones extremas pasan, salvo en contados y afortunados casos, a un segundo (o tercer) lugar en la escala real de la cotidianidad. ¿Un desastre? Pues no. El sentido del humor, la visión sincera y nada presuntuosa de uno mismo y el fair play que exhibas frente la noticia, pueden convertir este estado en una condición llevadera. Incluso llegarás a agradecer que las cosas sean así y no de otra forma.

A estas conclusiones no he llegado sola. A ver. Tengo la intuición que siempre me han seducido más estos pensamientos y no los otros. Es decir, los de la sonrisa permanente, la felicidad a todas horas y la actividad desenfrenada y dedicada exclusivamente a lo que me apetece (o al menos eso dicen), y no a lo que debo hacer, aunque finalmente ves que esto último ocupa muy a menudo tu tiempo. Pero, al margen de estas tendencias de cuna, muchos escritores, cantantes y cineastas me han refrendado en la idea que quizás sí, que la vida es, sobretodo, supervivencia.

“La bicicleta estàtica” es el nuevo libro de Sergi Pàmies (ya me perdonaran si les vuelvo a hablar de él). Pàmies realiza una alabanza, triste, de la intendencia y se rinde a la evidencia que la infelicidad y la injusticia no son tan terribles si las incorporas con naturalidad a tu equipaje diario. Si en “Si menges una llimona sense fer ganyotes”, su anterior libro, Pàmies utilizaba la amargura como tono de los cuentos, en su última obra parte de la tristeza para hablar de sus temas recurrentes: desamor, decepción, soledad, muerte. Y finalmente el escritor sentencia que, en el fondo, ser feliz o infeliz da igual: lo que cuenta es el día a día.

Y es que tengo la sospecha que algo similar debe pasar a lo largo de nuestra existencia. Cuando todavía hay esperanza, somos más amargos que tristes, y cuando la hemos extirpado, la tristeza releva la amargura como nuestro acompañante vital. Y en este proceso, me parece sensato e incluso lógico catalogar la no-felicidad como algo que da sentido a nuestras vidas. Stendhal, aquel escritor genial que lo sabía todo acerca de la vida, lo entendió hace tiempo cuando dijo una de las frases más savias de la historia: “He puesto toda mi felicidad en estar triste”.

(Publicado en Granite and Rainbow, 18 de septiembre de 2010)